En Santería chapina, Daniel Chauche nos presenta imágenes fotográficas sobre el sincretismo que llena la vida espiritual y cotidiana de las y los guatemaltecos, ya sean indígenas o ladinos. En ellas se mezcla lo espiritual con lo material, lo valioso con lo ínfimo, lo grave con lo alegre, lo lejano con lo próximo, lo indígena con lo español, una realidad que esfuma las fronteras entre el pasado y el presente.
Son una evidencia de la significación de la tierra, de ese culto telúrico tan evidente en Guatemala a lo largo de su bengala geográfica, para usar la metáfora cardoziana. De Todos Santos a Ixtahuacán, de San Andrés Itzapa a San Juan Chamelco, de Antigua Guatemala a Santiago Atitlán. Una sublimación maternal de la madre tierra, que hace del trabajador del campo un intermediario entre los hombres y los dioses. Esa es la función del San Isidro Labrador, con sombrero de petate, de pie en medio de un bosque de crucifijos. La naturaleza es divina y lo divino, humano.
Bosques de cruces, de vírgenes, de santos, de cirios, de novenas, estampas y flores. Montañas de piedra volcánica tallada por los mayas, de puros, billetes, de semillas y pomos de guaro suplicantes para con Maximón. Firmamentos de fotografías de creyentes -cual estrellas- y de exvotos que resguardan y piden al hermano Pedro de Bethancourt ser a su vez resguardados del peligro y del mal, propio y ajeno. Testimonios materiales y líneas de luz ascendentes, que hacen coincidir las creencias de unos y otros.
De ahí que la intimidad de la existencia se vea caracterizada por la fe, la que se materializa en el cuerpo lacerado de los Cristos, en las plumas de hermosas aves, en las figuras míticas, en los tesoros de las cofradías, en las calaveras de los antepasados, pertenencias personalizadas por la comunidades, paisajes conocidos de la memoria.
Con ritmo visual, la mirada de Chauche, iluminada por luces y sombras, capta la trascendencia religiosa y secular de la Santería chapina, al punto que lo efímero parece no tener cabida, salvo en la intensidad física, sensual y táctil, que se desprende de las maderas, de las piedras, los huesos, los aceites, las ceras, el papel, el plástico y el hollín que ornan los altares.
Vivir es caminar entre símbolos, actuar entre significaciones. Es una eterna vuelta al pasado y un perpetuo ir hacia el futuro.
Arturo Taracena Arriola
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