Ser Un Hombre


SER UN HOMBRE CHAPÍN

Cuando Daniel Chauche decidió establecerse en Guatemala, hace más de veinticinco años, nunca imaginó que con el tiempo iba a convertirse en el retratista por excelencia de los habitantes de uno de los ámbitos más visibles —y al mismo tiempo el más oscuro—de nuestra sociedad: el indígena, el campesino.

Hacia finales de los ochenta Chauche comenzó a deambular por el país, armado de sus cámaras y de un gran lienzo blanco. Cuando las personas que captaban su atención aceptaban ser retratadas, situaba aquella colgadura como telón de fondo, y de inmediato el sujeto saltaba al primer plano. Magia instantánea, y ojo profesional de primer orden.

Su portafolio “Ser un hombre chapín” se nutre de una serie completa de imágenes fechadas entre 1987 y 1995. Es una serie madura, que le es fiel a un mundo íntimo, auténtico y de extrema sencillez, que se explica por sí solo.  Y aunque se trate de un trabajo personal, creado rigurosamente, no deja de ser al mismo tiempo una obra de gran contenido social.

La fotografía es una de las artes menos objetivas de este mundo.  Se presta, sí, a la meditación sobre la verdad de las cosas, pero aquí se trata de una verdad asaltada por la visión artística del creador, que irrumpe bruscamente en la realidad, desde el campo estético, y nos devuelve impresas esas imágenes que —en este caso— hemos visto desde siempre y que no queremos ver: el otro, dolorosamente extrañado de las bondades de la vida contemporánea.

Ajeno a las suavidades de la modernidad, víctima de un espacio dividido entre indios y ladinos, el universo de los varones retratados por Chauche conserva, sin embargo, los más intensos y primigenios rasgos de humanidad. Están allí: en el rostro entre rabioso y asustado del miembro de la Autodefensa Civil; en los ojos cargados de vida de Miguel Soloj, a pesar de sus setenta y cinco años; en la suave poesía del danzarín del Baile del Venado; en la disimulada autocomplacencia de los cofrades.

Con gran fuerza y expresividad, Daniel Chauche ha ido creando, a lo largo de los años, una serie de paisajes humanos que reflejan a Guatemala con mayor propiedad que las reproducciones geográficas.

Su obra se significa por la yuxtaposición de texturas y equilibrios en la gama cromática del negro al blanco. Fotografías de gran formato, ambiciosas en efectos, composición y sentimiento. Es también la reivindicación de al menos la mitad de la población de este país, obra que refleja la esencia de ese otro, que en el fondo no deseamos ver, destilada por el particular método del artista.

Daniel Chauche muestra su genio creativo cuando aprieta la realidad en la trampa perceptiva que es la fotografía y atrapa, no sólo la naturaleza de los campesinos guatemaltecos, sino la naturaleza de los seres humanos.

Nos devuelve la memoria de seres y sentimientos captados en la infancia, y nos lleva de la mano entre las remembranzas y la melancolía hacia lo que la visión interior del artista recogió mediante su cámara: la presencia y la evidencia del luto, las señales inequívocas de la vida, las líneas del corazón humano que asoman a los rostros de estos hombres que nos ven o nos ignoran pero que nos hacen reflexionar.

Más allá de los significados culturales, las fotografías de Daniel Chauche constituyen una inmensa metáfora sobre la vida diaria, y esto ha sido posible gracias al trabajo potente y rotundo de este artista, que ha sabido llegar más allá de la imagen para construir escrituras visuales comprensibles y preñadas de sentido.

Ana María Rodas
Guatemala de la Asunción, junio de 2004.

SOBRE UNOS RETRATOS DE DANIEL CHAUCHE

El fondo blanco de esta serie de retratos realza una impresión de dureza.  Los detalles de las caras trabajadas por la intemperie y desconocedoras del cosmético moderno, la esmerada presentación de los trajes desgastados por los años y las labores del campo, la amorosa iluminación de los objetos ceremoniales, con su pátina de tiempo y de un trato respetuoso pero tosco, parecen transmitir otra dureza: la dureza del entorno ausente.  Las imágenes tienen los contornos precisos, duros, de las esculturas; parecen talladas, no pintadas o dibujadas, por la luz. El misterio que transmiten no proviene de los personajes mismos, aunque algunos parecen enigmáticos, sino del hecho de que se nos presentan sin contexto alguno, salvo el telón blanco-con una inmediatez que nos sorprende porque nuestros ojos de guatemaltecos viejos o de turistas estaban acostumbrados a verlos como figuras de utilería en postales o almanaques de campiña con fondo de montañas y volcanes; o sea: a ya no verlos.

Aquí, rodeados de nada, estos seres familiares que se habían convertido en casi invisibles, nos devuelven, nos mantienen la mirada de igual a igual.  Nos ven con cierta curiosidad-seguramente también nosotros nos habíamos convertido para ellos en seres fantasmales–y con natural desconfianza; como supongo que habrán visto el lente de la cámara de Daniel Chauche, que ha sabido acercarse a ellos con arte, quizá con maña, sin duda con minucioso fervor.      

RRR
2004